Carlos Pérez de Ziriza Huesca 25 JUL 2015 – 21:50 CEST
Hay un viaje de ida y vuelta al que la gran mayoría de ilustres veteranos del rock se entregan con complacencia: el del retorno a las raíces. La edad provecta rara vez sirve para envidar por senderos inhóspitos, y aunque hay quienes arriesgan sin reparar en su pasado (esa escala en la que Scott Walker ocuparía el extremo y Neil Young el término medio) y quienes también horadan en busca de la raíz pero para extraer un fruto más complejo, prácticamente desfigurado (Bob Dylan), lo cierto es que la mayoría de nombres ilustres que rebasan la cincuentena se conforma con redundar en el ejercicio de estilo. Solvente, pero milimetradamente ortodoxo. Y muy previsible.
Mark Knopfler, obviamente, no constituye una excepción, pues lleva ya un par de décadas merodeando-sin apenas desvíos por la tangente-alrededor del blues, el folk de sonoridades celtas y algún pespunte country, con tan pocas salidas de tono como picos creativos de cierto pronunciamiento. Con el mismo hálito funcionarial que cualquiera de los últimos álbumes de Van Morrison (a cuyo reciente disco de duetos también aportó). En ese sentido, poco importa que su reciente Tracker (2015) haya marcado-inesperadamente-el cénit comercial de su carrera en solitario (número 3 en listas británicas), ya que gran parte de su contenido podría ser fácilmente intercambiable con los temas que integraban el algo más lucido y cromático Privateering (2012). En ese puente invisible entre el Delta del Mississipi y el el río Tyne que el escocés se empeña en recorrer, no cabe esperar alquimias demasiado aventuradas.
Su noche en el Pirineo oscense comenzó bajo la cadencia a lo JJ Cale de Broken Bones, uno de los dos únicos temas que interpretó del nuevo álbum: un espejismo si alguien aguardaba una prolija presentación de su producción reciente. Y mucho mejor que así fuera, porque al menos la versión en formato festival de Knopfler esquiva la amodorrada planicie de sus últimos discos, tan inveterada como presumible, picoteando con soltura entre algunos de sus proverbiales modos de hacer. Y si la inspiración no rebosa, el oficio bien puede imponerse para revertir en un show sin tachas. Y eso fue lo que pasó sobre el escenario flotante del Valle de Lanuza, con especial protagonismo para la flauta de Mike McGoldrick en los pasajes más folk (Father and Son, Haul Away) y para el saxo de Nigel Hitchcock en incursiones al fondo de armario como Your Latest Trick (Dire Straits) o Going Home, el tema central de la película Local Hero, con el que cerró la noche tras algo menos de dos horas, para solaz del personal.
Aunque el fervor más caluroso de parte de las más de 5.500 personas que abarrotaban el auditorio de Lanuza estaba, obviamente, reservado para los momentos protagónicos de su guitarra, más atemperados y con menos dosis de pirotecnia que antaño, como los que apuntalaron Romeo and Juliet, Sultans of Swing, Telegraph Road y So Far Away, la ración de clásicos de Dire Straits. Su actuación coronó la jornada más concurrida de la edición de este año de Pirineos Sur, que había gozado ya al atardecer de la estimulante actuación de los nigerinos Ezza, banda de extracción tuareg cuyos sugestivos mantras tanto tienen en común con la ancestralidad del blues. La heterogénea programación del festival continúa esta noche con una de sus combinaciones más potentes, la que encarnarán sucesivamente Perota Chingó, Amparo Sánchez y Lila Downs.
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