El músico celebra con sus amigos el medio siglo de su carrera
Juan Cruz Madrid 14 FEB 2015 – 09:55 CET
Un murmullo civilizado llenó anoche la espera del público que aguardaba en el Palacio de Deportes de Madrid a Víctor Manuel, que nació en 1947, lleva medio siglo cantando y componiendo y es uno de los estandartes de la canción de protesta y melancolía cuyas letras se saben de memoria varias generaciones de españoles. Por eso acudieron los seguidores de su generación, sus hijos que ahora son padres y los nietos que toman el testigo.
Fue el nieto de un minero, descendiente de republicanos asturianos asaltados por la injusticia de la guerra y fue saludado con aire de fiesta por gente que le sigue desde su propia juventud y que ahora son abuelos como él.
Víctor Manuel está en forma. Evocó a su familia, a su pariente fusilado al amanecer, como miles de fusilados que siguen en las cunetas sin que una democracia a la que no supo ponerle nombre no ha tenido aún la decencia de enterrar como Dios manda.
En persona, Víctor Manuel habla como si pidiera permiso para estar, pero desde su primera canción (Danza de San Juan “la fiesta va a empezar”), el nieto del Abuelo Vítor dijo aquí estoy, con un vozarrón que era una hoguera.
En ese espacio que lo junta con la infancia y la fiesta, el Víctor Manuel más asturiano rompió los metales melancólicos de sus seguidores y consiguió que los 15.000 que abarrotaban el Palacio de Deportes parecieran un coro asturiano, ayudados por las gaitas de Cuélebre.
Estaba alegre, vestido de negro y blanco como para salir de romería; el amor mueve montañas, cantó, y él lo entonó como un campesino perdido en la playa. “Esta noche tan especial”, explicó al auditorio, para añadir: “Soy de Mieres del Camino, nací junto a la vía del tren, así que toda mi vida, toda mi vida, he visto pasar trenes”.
No fue tan solo el recital del medio siglo: fue una autobiografía en la que Víctor Manuel detuvo el tiempo, se lo metió en un zurrón y apareció con la energía de aquel muchacho que hace 50 años desafió el franquismo cantando, en El cobarde, contra la maldad de la guerra.
Fue ayudado por su gente (Ana Belén, David San José, Marina San José), por su generación (Pablo Milanés, Joaquín Sabina, Serrat, Rosendo, Aute), por los nuevos que cantan sus canciones o han compuesto para él (Pedro Guerra, Andrés Suárez, Silvia Pérez Cruz, Sole Jiménez, Rozalén e incluso trajo al escenario al polifacético Millán Salcedo y también al flamenco Miguel Poveda).
La Puerta de Alcalá y Asturias fueron el colofón de un concierto en el que no faltó el homenaje a Pilar, que así se llama Ana Belén: “Ella es la soledad, es un volcán”. Cuando tuvo en el escenario a Silvia Pérez Cruz, el Víctor Manuel reivindicativo habló de ella como “una joya, uno de esos milagros que le nacen a la música a pesar del 21% y de la madre que los parió”. Ana Belén fue el objeto de sus homenajes, sus hijos fueron referencia sentimental, su abuelo fue protagonista de su melancolía, y también de su rabia. Cantó contra el olvido y la humillación, y en este concierto del medio siglo evocó, con una solemnidad que quebró su voz y desató los aplausos, “contra los años de plomo y los curas con pistola” que ayudaron a la dictadura a llenar de oprobio las cunetas de España. La canción que sintetizó esa protesta es Cómo voy a olvidarme, que siguió a El hijo del ferroviario. Cumplió así, con su autobiografía, el medio siglo que le distancia del muchacho que veía pasar trenes en Mieres del Camino.
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