El «Boss» encandila a las 60.000 personas que asistieron a verle en el Santiago Bernabéu
ABC.es – Ignacio Serrano / Madrid
Día 18/06/2012
Pocos estrenos como espectador suscitan tantos titubeos anímicos. Uno va a ver al boss por primera vez y acepta que, pase lo que pase, te gusten o no sus discos, o mejor dicho, conectes de verdad con ellos o no, vas a salir del concierto completamente convertido en ambos sentidos de la palabra. Entonces surge la obligada autocrítica que debe hacerse todo ser sugestionable. ¿Habrá que ir predispuesto a dejarse llevar? ¿Fríamente obervador? ¿Liberado de prejuicios? ¿Indiferente? Veamos qué nos inspira el ambiente previo.
Acercarse al Bernabéu -también estreno para servidor, un extra de acontecimiento- y contemplar el desfile de bossmaníacos impresiona. Hasta ahí normal. También hay otras bandas que suscitan unos preliminares de los buenos. Pero que el espectáculo comience antes del concierto, eso ya harina de otro costal. A hora y pico de abrirse las puertas del Bernabéu, en la Castellana resuenan los ecos de «We take care of our own» en una prueba de sonido que algunos incluso graban con sus móviles apuntando al cielo. Y las vibraciones ya están alteradas. El anzuelo está mordido.
La espera en la pista del estadio también es como para tomarse el pulso. Hay una emoción contenida a la espera de algo que nunca falla. Palmas. Vítores al jefe. Y entonces sale él. Y maldita sea, sí que es condenadamente especial. Y caramba, ellos también. No se ven bandas de acompañamiento como estas en los garitos. Eso está muy claro…
El fanático del «boss» más famoso por estas latitudes, Manel Fuentes, disfrutaba como un enano con “Badlands”, que puso a saltar a toda la pista, «We take care of our own» coreada por las gradas, y «No Surrender», abrasiva con ese dúo con Steve Van Zandt al micrófono. Un arranque desbordante de adrenalina. El final de «Wrecking Ball» –tema que da título a su nuevo disco- coincidió con la caída de la noche y empezaron a brillar las pantallas de móvil.
Precioso gesto
Cuando Bruce se bajó del escenario para abrazarse a sus seguidores al ritmo de «Spirits in the night», ya todos estaban pensando -todos los que navegan en redes sociales, que si no no hay manera de enterarse de estas cosas- en si Bruce finalmente dedicaría una canción a Nacho, un joven mallorquín que no pudo gastar su entrada para este concierto, porque el cáncer se lo llevó hace escasas dos semanas.
Su familia y amigos se movilizaron a través de Internet para que su historia llegara a oídos del cantante y le dedicase una canción, y la respuesta fue masiva, convirtiendo el hashtag #vaportinacho en Trending Topic. Se hizo esperar, pero la dedicatoria llegó con «The River», uno de los mejores temas de la noche -si obviamos el que más arrollador sonó de todos, «Murder Incorporated», un rock’n’roll absolutamente imponente-. Un pequeño milagro hecho realidad, que llevó a muchos del delirio al puro sollozo.
La de Nacho o ha sido la única petición que Bruce ha recibido a lo largo de esta gira. Cuentan por ahí que en el concierto de Anoeta, una extraña secta visionaria le hizo llegar una nota, rogándole que se uniera a una iniciativa que uniría a varios artistas de todo el mundo para hacer un llamamiento a los grandes poderes políticos internacionales y exigirles una especie de «reset del karma global». Seguro que las carcajadas del boss fueron tan sonoras como uno de sus guitarrazos de anoche. Pero también es seguro que algo hará por ellos. Siempre hace algo. Igual que a su paso por Barcelona, donde donó parte de lo recaudado a Cáritas.
Los indignados también esperaban lo suyo, y lo tuvieron, con discurso calcado a otras actuaciones españolas: «En EE.UU. vivimos malos momentos, pero aquí es peor: la gente pierde su trabajo, su casa… esta canción va para todos los que están luchando». Muchas dedicatorias, y también mucha diversión, porque el show con Southside Johnny, amigo del boss que salió al escenario, fue de órdago. También hubo tiempo para sacar a un niño al escenario, que se cantó unos versos de «Waiting on a sunny day» ante un «boss» que se transformó en el padre de todo el Bernabéu.
El tramo final de un concierto de un tótem como Bruce Springsteen es digno de leyenda, pero no sería justo quedarse con eso. El «boss» sabe cómo trascender el concierto de rock. Y lo hace convirtiéndolo en una especie de ritual góspel, en el que todos se dan de la mano para darse un respiro entre tanta falta de esperanza. Pero tampoco faltan momentos de pura taberna, de puro jolgorio cervecero.
Él sabe hacer esto de los conciertos muy pero que muy bien. Por eso le salen con un sabor tan suculento: los suyos tienen los mejores ingredientes. Mientras dure todo el tinglado económico que permite hacer cosas como esto del rock de estadio, este tipo seguirá siendo muy necesario. Porque se diría que no hay más rock de estadio que este.
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